Real
de Azúa, C. (1964) El impulso y su freno Montevideo: Ed.
Banda Oriental.
“No es arbitrario partir por una de las vías más transitadas por
la penetración imperialista: los empréstitos. O mejor aún: los
empréstitos y el cumplimiento leonino de sus obligaciones en la
general insolvencia latinoamericana tantas veces promovida por los
propios prestamistas. De ello se libró el Uruguay que en el primer
cuarto del siglo fue repatriando sin pausa su deuda externa mientras
que todo el cerco de garantías se completaba con la política de
nacionalización de los servicios públicos que es uno de los timbres
de orgullo del Batllismo. Si ya antes de él y durante la década del
noventa habían sido preservados para el país el Banco Hipotecario
(1892) y el Banco República (1896), fue el impulso batllista el que
completó la obra y rescató lo rescatable. Contra muchas reticencias
internas, contra presiones internacionales, cautas pero evidentes, se
nacionalizaron totalmente el Banco de la República (1906-1911), el
Hipotecario (1912), se estableció el monopolio de los seguros más
importantes y se organizó su Banco (1911), se estatizaron los
servicios del Puerto (1916), se crearon los ferrocarriles del Estado
(1912), pasaron a manos públicas los servicios de energía eléctrica
(1912), los telégrafos (1915), se planteó la orientalización del
cabotaje (1912) y se proyectó —desde los primeros años del
Batllismo— la nacionalización y el monopolio estatal del alcohol,
el tabaco y las aguas corrientes. Hacia el final del primer tercio
del siglo se formó (no sin resistencia batllista en cuanto a su
carácter mixto y privatista) el Frigorífico Nacional (1928) y fue
la Administración de las Usinas y Teléfonos del Estado (1931) la
última gran expresión del período que fenecía.
Pero también esta política de creación fue acompañada por una de
contención y hasta de represión; las compañías tranviarias y los
frigoríficos (entre otros) conocieron lo que era tan desusado en
Sudamérica: un Estado difícil de corromper y atropellar, dispuesto
a vigilar sus ganancias desmesuradas, su fraude fiscal, sus
prepotentes tratos laborales.
Con la excepción registrada, "nacionalización" se
acompañó siempre de "estatización" más o menos completa
(abriéndose por ahí, como se verá, el desprestigio más ancho y
peligroso). Por entonces, todo eso, constitucionalizado en el famoso
artículo 100 de la Carta de 1917, fue engrosando la versión
uruguaya de las clásicamente llamadas "funciones secundarias
del Estado". Unas funciones que, por otra parte, ya nos
colocaron inicialmente muy lejos del Estado destartalado y angosto de
casi todos los países hispanoamericanos de la época. Si gendarme,
casi siempre fiel, de los intereses privados era el de estos, la
porción que, por el contrario tomó para sí el Estado uruguayo en
todos los rubros fundamentales (gestión empresaria, distribución de
la renta nacional) resultó desusadamente grande; aun el mantenido
aporte de la explotación pecuaria privada y el carácter capitalista
del proceso industrial no fueron capaces de arañar su volumen.”
(22, 23)
“ …la industrialización, el agrandamiento del Estado, la lucha
contra los propietarios de la tierra parecen estar imputando estos
procesos a un ineludible (e inconfundible) protagonista clasístico.
La clase media —no exactamente "la burguesía"— se
identificó en su marcha con la obra batllista inicial y a ella se
han referido estudios comparativos penetrantes, como el de John
Jonson, para consustanciarla con su esfuerzo entero. Todo está, como
se decía, demasiado intrincado, pero no habría que olvidar, entre
las fuerzas de impulsión, la tarea educacional de esos años, que
fue, en buena parte, obra batllista y que se orientó, como más
arriba decía, en el sentido de universalizar efectivamente la
enseñanza. Las escuelas nocturnas para adultos (1906), los liceos
departamentales (1912), el Liceo Nocturno (1919), la Universidad de
Mujeres (1921) participan de un propósito que se une espontáneamente
con la extensión del principio de gratuidad —implantado en las
leyes Varela-Latorre de 1877 para la etapa escolar, extendido en 1916
para la media y superior— y con el de laicidad, consolidado en
1909. Aquellas instituciones, estos principios (sobre todo si se les
agrega el de la obligatoriedad escolar, también de 1877),
caracterizan nuestra educación. Pero además señalan la fidelidad
con que el Batllismo recogió su inspiración tradicional, su veta
iluminista, su profunda fe en la cultura intelectual como factor de
movilidad social ascendente aunque también (sería un matiz
diferencial con los admirados Estados Unidos) el "tope"
—así hay que llamarlo— "mesocrático" de esa
movilidad.” (25)
“Una aspiración más peculiar, en cambio, traducen las Escuelas
(más tarde Facultades) que se debieron al impulso creador de Eduardo
Acevedo: la de Agronomía, la de Veterinaria, la de Química
especialmente (1916 y 1918). Representaron una orientación
practicista y técnica, fundamentalmente realista, muy coherente con
las ideas del grupo penetrado de positivismo desde el que Acevedo
accedió, en camino divergente al de otros, al Batllismo. El
trabajoso trámite de estas instituciones y su posterior
estancamiento hasta hoy podría valer por el más transparente
síntoma de ese "desarrollo frustrado" de una sociedad de
raíz agropecuaria que se planteó al principio (y ya puede empezar,
con esto, a dejar de serlo) como mera interrogación.” (26)
“(En la realidad de las cifras buena parte de los gastos
presupuestales se siguieron basando durante todo el período
batllista en los muy regresivos y empíricos impuestos al consumo y
en los gravámenes aduaneros, nuestra gran fuente fiscal
tradicional). (10)” (29)
“Pero aún más importante a este respecto fue el "impuesto al
ausentismo" —propuesto en 1912, consagrado en 1916— que
recargó la Contribución Inmobiliaria y se propugnó vinculado a la
necesidad de fondos para los liceos departamentales. En tanto
apuntaba a la crónica calamidad sudamericana de sus clases poderosas
domiciliadas en Europa y a las empresas extranjeras con sus centrales
en el exterior, su voluntad nacionalista y popular es tan
indiscutible que representa uno de los mejores asientos del haber
batllista. Esto sea señalado sin perjuicio de marcar que la
concreción de sus fines pueda no haber sido más que problemática,
representando poco más que arañazos a la epidermis de los núcleos
de poder atacados y a sus sustanciales ganancias.” (29, 30)
“Resultante en puridad de la doble vertiente científico-positivista
y liberal-romántica con los trazos generales del pensamiento laico,
burgués, "moderno", secularizado, el Batllismo profesó la
ideología de todos los radicalismos occidentales de su tiempo, pero
tal vez no sería excesivo decir que con un subrayado más que
regular de la nota anticatólica, su real peculiaridad fue la
enérgica acentuación de los elementos compasivos y solidaristas de
su ética social.” (30)
“En la Constitución de 1917 se consagró la separación de la
Iglesia y el Es tado, una medida que, en cierta manera, sólo
completó en el texto legal de mayor jerarquía una dilatada
corriente de laicización que fijó sus tramos iniciales durante las
dictaduras militares del siglo pasado. Desde su asunción a la
presidencia, en 1903, la atención de Batlle buscó todos los
resquicios posibles de secularizar, con una minuciosidad que llegó a
medidas del tipo de suprimir los honores militares a personas,
símbolos o actos religiosos (1911), eliminar las referencias a Dios
y a los Evangelios en los juramentos públicos (1907), erradicar los
crucifijos de los establecimientos de beneficencia estatal (1906) y
establecer la laicidad absoluta de la enseñanza (1909).” (32, 33)
“La primera guerra mundial y las clamorosas simpatías
proestadounidenses del Batllismo que tuvieron su vocero más típico
en Brum, los propósitos de hacer del Uruguay "el laboratorio
del mundo", son esperables manifestaciones de esta confianza.
Pero, ahora, al margen de lo pedantesco o lo erróneo que tales
posturas contuviesen, obsérvese que poco tenían que ver ellas y aun
sus supuestos ideológicos (es sólo una de las posibles discordias)
con una enérgica voluntad nacionalizadora, esa voluntad que, por lo
menos en el plano económico, fue atributo incontestable del partido.
Aquí radica, más que en otra parte, la más grave fisura
(duplicidad sería palabra equívoca) de la postura batllista y la
debilidad de una actitud antimperialista que vio más que nada
"empresas" y no "naciones" o cuando más
"estados" y "gobiernos" que, saliéndose de su
órbita legítima y natural las protegían, abogaban y hasta
amenazaban por ellas. Puede decirse que si en esto el Batllismo se
hurtaba a la evidencia de una alianza umbilical entre el gran capital
inversor y exportador y los gobiernos occidentales (de Inglaterra,
Estados Unidos, Alemania, Francia), la misma fe en las afinidades
ideológicas desconoció lo que hoy ya a es lugar común en la
conciencia política y social de los países marginales (para
localizarlo en lo que nos interesa.). Eso es (acéptese o no la
concepción marxista de ellas) el carácter decorativo, enmascarador
de esas "ideologías" y su visible conversión en universal
y desinteresado de lo más particularmente situado e inducido. Lo que
importa, corolariamente, denunciar su relativismo, prever la
ambigüedad de su irradiación y sus influjos, al operar en contextos
sociales distintos a los que se originaron. Sólo en la polémica del
Colegiado, y enfrentando bravamente el dictamen negativo de los
universitarios, el Batllismo parece haber oteado algo (aunque
poquísimo) de lo precedente.
Por ello es explicable que fundado sólidamente sobre anchos sectores
medios de procedencia inmigratoria bastante reciente, dotado de una
vertebración ideológica de tipo universalista e intelectual,
solidarista y humanista al modo radical-socialista europeo, el
Batllismo, pese a la significación nacionalizadora y
antiimperialista de su política económica haya estado pasional y
doctrinalmente muy lejos de cualquier "nacionalismo". “(17)
“No es arbitrario partir por una de las vías más transitadas por
la penetración imperialista: los empréstitos. O mejor aún: los
empréstitos y el cumplimiento leonino de sus obligaciones en la
general insolvencia latinoamericana tantas veces promovida por los
propios prestamistas. De ello se libró el Uruguay que en el primer
cuarto del siglo fue repatriando sin pausa su deuda externa mientras
que todo el cerco de garantías se completaba con la política de
nacionalización de los servicios públicos que es uno de los timbres
de orgullo del Batllismo. Si ya antes de él y durante la década del
noventa habían sido preservados para el país el Banco Hipotecario
(1892) y el Banco República (1896), fue el impulso batllista el que
completó la obra y rescató lo rescatable. Contra muchas reticencias
internas, contra presiones internacionales, cautas pero evidentes, se
nacionalizaron totalmente el Banco de la República (1906-1911), el
Hipotecario (1912), se estableció el monopolio de los seguros más
importantes y se organizó su Banco (1911), se estatizaron los
servicios del Puerto (1916), se crearon los ferrocarriles del Estado
(1912), pasaron a manos públicas los servicios de energía eléctrica
(1912), los telégrafos (1915), se planteó la orientalización del
cabotaje (1912) y se proyectó —desde los primeros años del
Batllismo— la nacionalización y el monopolio estatal del alcohol,
el tabaco y las aguas corrientes. Hacia el final del primer tercio
del siglo se formó (no sin resistencia batllista en cuanto a su
carácter mixto y privatista) el Frigorífico Nacional (1928) y fue
la Administración de las Usinas y Teléfonos del Estado (1931) la
última gran expresión del período que fenecía.
Pero también esta política de creación fue acompañada por una de
contención y hasta de represión; (6) las compañías tranviarias y
los frigoríficos (entre otros) conocieron lo que era tan desusado en
Sudamérica: un Estado difícil de corromper y atropellar, dispuesto
a vigilar sus ganancias desmesuradas, su fraude fiscal, sus
prepotentes tratos laborales.
Con la excepción registrada, "nacionalización" se
acompañó siempre de "estatización" más o menos completa
(abriéndose por ahí, como se verá, el desprestigio más ancho y
peligroso). Por entonces, todo eso, constitucionalizado en el famoso
artículo 100 de la Carta de 1917, fue engrosando la versión
uruguaya de las clásicamente llamadas "funciones secundarias
del Estado". Unas funciones que, por otra parte, ya nos
colocaron inicialmente muy lejos del Estado destartalado y angosto de
casi todos los países hispanoamericanos de la época. Si gendarme,
casi siempre fiel, de los intereses privados era el de estos, la
porción que, por el contrario tomó para sí el Estado uruguayo en
todos los rubros fundamentales (gestión empresaria, distribución de
la renta nacional) resultó desusadamente grande; aun el mantenido
aporte de la explotación pecuaria privada y el carácter capitalista
del proceso industrial no fueron capaces de arañar su volumen.
Se ha hecho referencia a la industrialización. Todo el curso del
Batllismo sería virtualmente inexplicable sin esta pieza
fundamental. Ya las leyes de 1875 y 1888, reaccionando contra el
librecambismo de 1860 había echado sus bases y le habían impreso
las características previsibles: industrias livianas, de consumo, de
las llamadas "tradicionales" en la terminología
desarrollista. Sólo más tarde, las dos guerras mundiales serían
las que lo impulsarían sustancialmente y esto con todas las
limitaciones imaginables en un pequeño mercado consumidor y de baja
capacidad de exportación. Es difícil negar, con todo, los empeños
que en el entremedio velaron por ese proceso industrializador y la
cuidadosa atención que el Batllismo le prestó. A ella debe
imputarse la promoción (que en mucho desborda este designio
instrumental) de una clase obrera estable y básicamente integrada en
la sociedad global del país. También el ensanchamiento de la
habilitación técnica que representaron ciertas formas de fomento
educacional, una nueva organización de la enseñanza industrial
(1916) y, en general, el designio de una auténtica difusión de los
estudios. Todos estos avances constituyeron tal vez los rubros menos
deliberados pero de más largos y amplios efectos; no podría
discutirse sin embargo, que la clave de esa industrialización, que
no es injusto llamar batllista, fue la política aduanera
proteccionista —era la terapéutica tradicional— las
relativamente tardías leyes de privilegios industriales (1919 y
1921) y ciertas medidas fiscales, entre las que resultaron
fundamentales las normas de 1906, 1911 y 1912 —especialmente las de
este último año— sobre franquicias a materias primas y máquinas.
Hoy puede concluirse que si tal cuerpo de decisiones careció a
menudo de solidez, y casi siempre —como en caso de la textil— de
la debida "generalidad"— fue capaz de imprimir en cambio
ese impulso de desamarre sin el cual la sociedad y la economía
uruguayas hubieran cambiado menos aún y más precariamente de lo que
lo hicieron. (22-25)
“ …la industrialización, el agrandamiento del Estado, la lucha
contra los propietarios de la tierra parecen estar imputando estos
procesos a un ineludible (e inconfundible) protagonista clasístico.
La clase media —no exactamente "la burguesía"— se
identificó en su marcha con la obra batllista inicial y a ella se
han referido estudios comparativos penetrantes, como el de John
Jonson, para consustanciarla con su esfuerzo entero. Todo está, como
se decía, demasiado intrincado, pero no habría que olvidar, entre
las fuerzas de impulsión, la tarea educacional de esos años, que
fue, en buena parte, obra batllista y que se orientó, como más
arriba decía, en el sentido de universalizar efectivamente la
enseñanza. Las escuelas nocturnas para adultos (1906), los liceos
departamentales (1912), el Liceo Nocturno (1919), la Universidad de
Mujeres (1921) participan de un propósito que se une espontáneamente
con la extensión del principio de gratuidad —implantado en las
leyes Varela-Latorre de 1877 para la etapa escolar, extendido en 1916
para la media y superior— y con el de laicidad, consolidado en
1909. Aquellas instituciones, estos principios (sobre todo si se les
agrega el de la obligatoriedad escolar, también de 1877),
caracterizan nuestra educación. Pero además señalan la fidelidad
con que el Batllismo recogió su inspiración tradicional, su veta
iluminista, su profunda fe en la cultura intelectual como factor de
movilidad social ascendente aunque también (sería un matiz
diferencial con los admirados Estados Unidos) el "tope"
—así hay que llamarlo— "mesocrático" de esa
movilidad.
Una aspiración más peculiar, en cambio, traducen las Escuelas (más
tarde Facultades) que se debieron al impulso creador de Eduardo
Acevedo: la de Agronomía, la de Veterinaria, la de Química
especialmente (1916 y 1918). Representaron una orientación
practicista y técnica, fundamentalmente realista, muy coherente con
las ideas del grupo penetrado de positivismo desde el que Acevedo
accedió, en camino divergente al de otros, al Batllismo. El
trabajoso trámite de estas instituciones y su posterior
estancamiento hasta hoy podría valer por el más transparente
síntoma de ese "desarrollo frustrado" de una sociedad de
raíz agropecuaria que se planteó al principio (y ya puede empezar,
con esto, a dejar de serlo) como mera interrogación.” (25, 26)
“ …el Batllismo buscó un desarrollo nacional basado en las ya
apuntadas corrientes de industrialización y ensanchamiento de la
gestión productora del Estado, expresión esta última –como casi
todas las que siguen— de la marcada, deliberada voluntad del poder
público de intervenir en la inversión del excedente nacional. (8)
Pero también ese desarrollo implicaba la modernización y
diversificación productiva de la tierra, para las que propició un
sistema, en verdad incipiente, de crédito y fomento rural (la
sección correspondiente del Banco de la República fue establecida
en 1912), terapéuticas fiscales a las que enseguida se aludirá,
proyectos y leyes de colonización (desde 1913), la organización de
la Defensa Rural, la de las Estaciones Agronómicas (1911), (con la
famosa "Estanzuela" (1919) entre ellas), y el tanteo
metódico de otras posibilidades productoras del sector primario, que
tal representaron los Institutos de Pesca (1911) de Geología, de
Química (1912). Pero lo que daría, en puridad, su sello a la
gestión promocional económica del Batllismo sería su enérgica
política de obras públicas, en la que hay que inscribir la ley de
Vialidad de 1905, una orgánica ley de expropiaciones (1912), el Ente
de los ferrocarriles del Estado y un largo rol de obras de toda
especie, de un cabo al otro del país.” (27, 28)
“ …buena parte de los gastos presupuestales se siguieron basando
durante todo el período batllista en los muy regresivos y empíricos
impuestos al consumo y en los gravámenes aduaneros, nuestra gran
fuente fiscal tradicional… “ (29)
“Pero aún más importante a este respecto fue el "impuesto al
ausentismo" —propuesto en 1912, consagrado en 1916— que
recargó la Contribución Inmobiliaria y se propugnó vinculado a la
necesidad de fondos para los liceos departamentales. En tanto
apuntaba a la crónica calamidad sudamericana de sus clases poderosas
domiciliadas en Europa y a las empresas extranjeras con sus centrales
en el exterior, su voluntad nacionalista y popular es tan
indiscutible que representa uno de los mejores asientos del haber
batllista. Esto sea señalado sin perjuicio de marcar que la
concreción de sus fines pueda no haber sido más que problemática,
representando poco más que arañazos a la epidermis de los núcleos
de poder atacados y a sus sustanciales ganancias. (29, 30)
“Resultante en puridad de la doble vertiente científico-positivista
y liberal-romántica con los trazos generales del pensamiento laico,
burgués, "moderno", secularizado, el Batllismo profesó la
ideología de todos los radicalismos occidentales de su tiempo, pero
tal vez no sería excesivo decir que con un subrayado más que
regular de la nota anticatólica, su real peculiaridad fue la
enérgica acentuación de los elementos compasivos y solidaristas de
su ética social.” (30)
“En la Constitución de 1917 se consagró la separación de la
Iglesia y el Es tado, una medida que, en cierta manera, sólo
completó en el texto legal de mayor jerarquía una dilatada
corriente de laicización que fijó sus tramos iniciales durante las
dictaduras militares del siglo pasado. Desde su asunción a la
presidencia, en 1903, la atención de Batlle buscó todos los
resquicios posibles de secularizar, con una minuciosidad que llegó a
medidas del tipo de suprimir los honores militares a personas,
símbolos o actos religiosos (1911), eliminar las referencias a Dios
y a los Evangelios en los juramentos públicos (1907), erradicar los
crucifijos de los establecimientos de beneficencia estatal (1906) y
establecer la laicidad absoluta de la enseñanza (1909).” (32, 33)
“La primera guerra mundial y las clamorosas simpatías
proestadounidenses del Batllismo que tuvieron su vocero más típico
en Brum, los propósitos de hacer del Uruguay "el laboratorio
del mundo", son esperables manifestaciones de esta confianza.
Pero, ahora, al margen de lo pedantesco o lo erróneo que tales
posturas contuviesen, obsérvese que poco tenían que ver ellas y aun
sus supuestos ideológicos (es sólo una de las posibles discordias)
con una enérgica voluntad nacionalizadora, esa voluntad que, por lo
menos en el plano económico, fue atributo incontestable del partido.
Aquí radica, más que en otra parte, la más grave fisura
(duplicidad sería palabra equívoca) de la postura batllista y la
debilidad de una actitud antimperialista que vio más que nada
"empresas" y no "naciones" o cuando más
"estados" y "gobiernos" que, saliéndose de su
órbita legítima y natural las protegían, abogaban y hasta
amenazaban por ellas. Puede decirse que si en esto el Batllismo se
hurtaba a la evidencia de una alianza umbilical entre el gran capital
inversor y exportador y los gobiernos occidentales (de Inglaterra,
Estados Unidos, Alemania, Francia), la misma fe en las afinidades
ideológicas desconoció lo que hoy ya a es lugar común en la
conciencia política y social de los países marginales (para
localizarlo en lo que nos interesa.). Eso es (acéptese o no la
concepción marxista de ellas) el carácter decorativo, enmascarador
de esas "ideologías" y su visible conversión en universal
y desinteresado de lo más particularmente situado e inducido. Lo que
importa, corolariamente, denunciar su relativismo, prever la
ambigüedad de su irradiación y sus influjos, al operar en contextos
sociales distintos a los que se originaron. Sólo en la polémica del
Colegiado, y enfrentando bravamente el dictamen negativo de los
universitarios, el Batllismo parece haber oteado algo (aunque
poquísimo) de lo precedente.
Por ello es explicable que fundado sólidamente sobre anchos sectores
medios de procedencia inmigratoria bastante reciente, dotado de una
vertebración ideológica de tipo universalista e intelectual,
solidarista y humanista al modo radical-socialista europeo, el
Batllismo, pese a la significación nacionalizadora y
antiimperialista de su política económica haya estado pasional y
doctrinalmente muy lejos de cualquier "nacionalismo". (39,
40)
“A propósito del matrimonio, Batlle habló alguna vez del "viaje
placentero por la vida"; esta imagen, de evidente inspiración
hedonista es la que dicta toda una normativa vital de derecho y de
consumo que la acción política creyó en el caso de asegurar a
todos los uruguayos. Es cierto que elementos "solidaristas"
(fue importante la influencia sobre Batlle, a través de Amézaga, de
la doctrina de tal nombre profesada por León Bourgeois) sobraron en
la inspiración legislativa. Pero ellos se aunaban a ese enfoque
individualista que parece, con mucho, el dominante. Por eso, y pese a
su halo fraternal, el compuesto final no se sitúa muy lejos (aunque
en este caso despojado de sus alcances restrictivos de clase) de ese
materialismo estático de la burguesía del que los marxistas gustan
hablar para desdeñar y distinguir el suyo. "Móviles sociales"
sin "ética social" coherente fue así, desde el principio,
el peligro acechante no sólo de la obra positiva que el Batllismo
cumplió sino de casi todos los movimientos políticos
contemporáneos.” (42)
“Por eso es que desde sus primeras décadas —volvamos al tema—
el Batllismo comenzó a sufrir en el nivel de competencia y prestigio
de sus cuadros, los que, en términos de su efectiva capacidad de
conducción, ya amenazaron resentirse. A ello llevaron su renuncia a
movilizar una ética nacional con exigencias, sacrificios, y esas
ciertas constricciones que el crecimiento impone. A ello su ideal no
malvado pero sí algo burdo de "felicidad". A ello su
implícito descansar en ese hedonismo de los individuos y los grupos
de interés (resorte que a la larga, y en verdad, mostraría ser el
único capaz de funcionar efectivamente).
En el plano de la organización estatal y política, resulta
equitativo reconocer que un planteo democrático radical fue
probablemente más sincero en el Batllismo que en movimiento alguno
de su tiempo. La tentativa de dinamizar una colectividad política
activa en toda su base, de hacer del gobierno un gobierno por el
pueblo, participante, responsable, vigilante, no constituyó para
el Batllismo retórica electoral sino leal y efectivo empeño. Las
conquistas de la Constitución de 1917 y las que se fueron logrando
en su fértil década: proporcionalidad y estabilidad de la
representación de las minorías, voto secreto, elección
presidencial directa, registro cívico estable, plebiscito y
autonomía departamental; no son logros en los que el Batllismo haya
tenido siempre la iniciativa (ni aún no resistiera en ocasiones) ni
que haya habido que llevar adelante contra la oposición del Partido
Nacional.” (43, 44)
“Contemplando, sin embargo, las cosas desde lo más alto posible,
todo el Batllismo sufrió, y aquí sí cabe la palabra, de una
esencial duplicidad. En esto acorde con el más ilustre antecedente
uruguayo posible —quiero decir Artigas y el artiguismo— fue la
contradicción entre ese impulso a la espontaneidad popular y su
expresión en un partido gobernado desde las bases por el "hombre
común" y el temperamento político de su creador y jefe. Porque
Batlle, como Artigas y como todo auténtico conductor de multitudes y
naciones, era un político incapaz de marginalizarse cuando su
conciencia (que le hablaba siempre) le mostraba el recto camino, la
verdad más defendible y eficaz, el peligro de que los otros se
desviasen. En suma, en Batlle luchó siempre empecinadamente la
aspiración a que los otros mandasen, o mejor: "no mandase
nadie" y la incoercible proclividad a ser él quien lo hiciera,
por lo menos en una etapa prologal al funcionamiento de esa ideal
espontaneidad. Como esta etapa tendió inevitablemente a
identificarse con toda su carrera política activa, ocurrió que fue
siempre él quien señalase la ruta y quien impusiese los criterios.
Que para ello, le bastara dentro de su partido su autoridad natural y
el prestigio que le rodeaba, que no necesitara recurrir regularmente
al desplante, la amenaza y el soborno son circunstancias que no
alteran el hecho medular.” (44)
“Un antagonismo fue el batllista, en suma, que no tocó las
estructuras agrarias, que se redujo a proyectos tímidos de
colonización, a algunos desplantes amenazadores y sin consecuencias
(los hubo famosos de Brum y mucho más tarde de Batlle Berres), a
innocuas medidas fiscales desbordadas por la valoración firmísima
de la tierra y sus productos.” (51)
“Ya estaban sin embargo vigentes en este nacionalismo económico
empresario que —salvo tenues ensayos de participación de usuarios
y de capital privado—, sería latamente un etatismo económico,
ciertos trazos de las fuerzas que lo arruinarían en el curso de
pocas décadas. Porque es el caso que desde el principio se pudo
marcar en él ese excesivo rol de finalidades (recuérdese la
reciente observación) —rebajar los servicios a los usuarios, hacer
"justicia social" al personal, independizar al país de las
tutelas externas, ser una fuente de recursos para el Estado, impedir
la versión de las utilidades hacia el exterior— que, a fuerza de
ser tantas no se cumpliría ninguna plenamente y que, como por su
naturaleza no necesita demostración, se incomodarían unas a otras.”
(54, 55)
sobre
la autonomía de los entes públicos consagrada en la const. 17
“ …la autonomía que para ellos aseguró la Constitución del 17,
postulada como un medio de poner al margen de la política estatal
una independiente gestión técnica y social, fue parando en un
cierto tipo de feudalización que hace de cada uno de estos entes
económicos un coto cerrado de sustanciales privilegios corporativos,
una suerte de navegante solitario en la economía nacional, un "item"
imprevisible e inmensurable, una pieza imposible legalmente de
alinear en cualquier esquema de planificación y desarrollo. Tal
análisis podría mostrar así, cómo la autonomía técnica,
financiera, funcional con que se les dotó con el fin de ponerles al
margen de la política gubernamental no consiguió librarlos de la
politización directiva y burocrática que actuaría desde lo alto, a
través de las disposiciones constitucionales y del imperio de los
partidos, ordenando el reparto no sólo en la esfera clásica de la
Administración sino en ésta, mucho más nueva y vulnerable. Añádase
a lo dicho la posterior inflación que, encareciéndolo todo a un
ritmo más rápido que las entradas originadas en tarifas (imposibles
de aumentar todos los días, difíciles de hacerlo sin sustancial
perjuicio político) causaría su ruina financiera y provocaría la
obsolescencia irremisible de casi todos los equipos. Y tráigase a
colación todavía el terminante desdén por suscitar algún tipo de
movilización de un espíritu nacional y constructivo, un espíritu
que pudo hacer un timbre de orgullo y un señuelo de escrupulosa
defensa de la que se convirtió con el tiempo en un botín a
compartir y a aprovechar desprejuiciadamente, en una red de arrastre
de votos y miserias. (32)” (55)
“Sería también más tarde (es el estribillo de este recuento) que
se podrían apreciar todos los peligros de esta ambiciosa
prolongación de lo estatal en la sociedad y su correlativa promoción
de cierto "providencialismo" de lo político que fue las
forma concreta que aquélla adoptó el nuestro régimen. Tal vez, el
más importante de ellos haya sido el desprecio de toda espontaneidad
de la iniciativa extraestatal, el desdén por apelar a esos reflejos
puramente sociales de decencia, iniciativa y cooperación entre
individuos que fue uno de los timbres y rasgos históricos de la
concepción anglosajona de la democracia y una de sus más activas
fuerzas. Seria probable, por ello, que esta omnipresencia del poder
público hubiera fomentado males por una acción a dos puntas, pues,
si por un lado condujo a esperarlo todo del Estado (o más
concretamente del favor político o de la intermediación política),
por otro pudo contribuir a robustecer esos reflejos, ya viejísimos,
de origen español, que son los del insularismo, la desconfianza a la
administración, la indiferencia moral a toda infracción que con
ella se cometa.” (56, 57)
Industrialización neobattlismo
“El período que en estrictez cabe ver dominado por la persona de
Luis Batlle Berres (1946-1958) se desarrolló bajo su signo, aunque
en nuevas condiciones que antes no se habían dado: primero
aprovechando la coyuntura internacional: cierre de la guerra mundial,
"guerra fría", guerra de Corea; al fin, coincidiendo con
la caída radical de nuestras exportaciones y con la difundida alarma
ante una relación de intercambio cada vez más adversa.
Pueden señalarse hoy las carencias de esta política de
industrialización con inflación y subsidios, fijaciones de precios
y tipos cambiarios por más que de algún modo salga en su
retrospectiva defensa el hecho de que "alguna" política de
industrialización es necesaria y siempre es mejor algo que nada. Si
se la examina, con todo, desde el orden de ingredientes en que
descansaba es inexcusable llegar a ciertas conclusiones sobre su real
eficacia promotora.
Implicaba (para comenzar) un Estado político arbitral entre grupos
competidores por la promoción —y sus ventajas o por la elusión de
sus perjuicios—, una función "intervencionista" que
desde entonces nuestro Estado desempeñó en forma mucho más masiva
de lo que en el pasado lo había hecho. Utilizar estos poderes con un
criterio menos orgánico que inmediato y salidor del paso fue un
estilo que se perfiló rápidamente. Utilizarlos con sentido mucho
menos económico que político-electoral y personal no era, en
cambio, una novedad en el país (ya veinte años antes había
recibido el Batllismo el mote de "salvismo"); cabe empero
afirmar, sí, que el desplazamiento de los móviles de un zona a otra
se hizo mucho más patente y sistemático.
Tenía —para seguir— esos límites precisos e inexorables que la
magnitud de un mercado pequeño y la misma índole de la industria
ligera fijan.
No contó, parecería, con la clase técnico-administrativa eficaz y
desinteresada que era requerible para una política que implicaba
operaciones como las de fijación de costos, y tipos cambiarios o si
la tuvo, toda ella, o por lo menos sectores decisivos, estuvieron
demasiado trabados por el papelerío, la rutina burocrática y la
politización electoral.
No vigilando, además, en su base, la producción primaria del agro,
castigada por vía fiscal y cambiaria pese a nutrir cabalmente
nuestros rubros de exportación, se asfixió a la larga en sus
posibilidades de divisas y en todo ensanchamiento eventual del
mercado de consumo.
Por último, y por más que hoy tendamos a ver este período con
mayor equidad de lo que lo hacíamos al cerrarse, no resulta
calumnioso decir que un segundo (y posteriores tramos) de este
proceso industrializador descuidó ciertos valores de contención,
sobriedad y decoro que éticamente —es obvio— son siempre
deseables. Este descuido plantea las relaciones nada unívocas entre
moral, economía y política pero aventúrese sólo que él le ganó
al proceso industrializador —lo mismo que al de nacionalización y
estatización— resistencias y animadversiones que hubieran sido
conjurables y que han facilitado la propaganda reaccionaria contra
sus mismos fines. Y si es cierto que la industrialización ha sido en
casi todas las naciones fuente de escándalos, pretexto de rápidas y
desmesuradas fortunas, muy distintos son los casos de Estados Unidos
y Brasil (pongamos estos ejemplos), enormes cuerpos sociales que
parecen capaces de sobrellevar cualquier rapiña y nuestro pequeño
Uruguay. Nuestro país tan corto y resonante, tan hecho de
equilibrios y contrapesos, tan sostenido por precarias, evaporables
excelencias.” (58-60)
“Con
preferencia hacia los sectores sociales (clase media burocrática,
artesana y pequeño comercial, empresarios industriales, proletariado
urbano) en los que tenía su mayor clientela electoral, el Batllismo
fue sustancialmente fiel a la naturaleza policlasista de nuestros
partidos tradicionales.” (60)
“Retrocediendo a los términos estáticos de su programa, es
evidente que el Batllismo quiso alcanzar una sociedad sólidamente
centrada en las clases medias y un proletariado integrado por
técnicas evolutivas y —a través de ellas— tácita pero
efectivamente "aburguesado". Tal aspiración, tal proyecto
es inseparable de su filiación en lo que suele designarse
"democracia radical de masas", de tipo francés y su
correlativo acento "jacobino", dogmático, intensamente
igualitario, secularizador. Que tal congregación ideológica se
diera en una nación marginal, extraeuropea, de economía
monocultivadora es la nada pequeña nota diferencial que en este
punto, como en tantos otros, tendría peso decisivo. Porque, es del
caso preguntarse, desde nuestra altura histórica, qué viabilidad y
qué vitalidad podía tener en el futuro una sociedad de tal
composición.” (63, 64)
Golpe de terra
“El 31 de marzo de 1933, el golpe de estado policial del Presidente
Terra, cierra el primer período batllista de treinta años, que la
elección de 1903 había abierto. El conflicto entre dirección
partidaria colegiada (y en buena parte oligarquizada), sobre todo
cuando faltó en ella una figura del volumen de la de Batlle y fueron
sus titulares varios opacos segundones, su choque con el poder
personal investido en un primer mandatario, o jefe de Estado o de
partido no había hecho crisis mientras Batlle había asumido alguno
de estos roles y controlado a la vez el aparato partidario con su
incontrastable autoridad. Sobreviviente la institución presidencial
y divorciadas las dos entidades, era casi inevitable (no se hubiera
necesitado en puridad el carácter aventurero y equívoco de la
carrera política de Terra), que en un contexto social determinado,
un presidente no tendiese a presentarse como víctima de los mandatos
de un círculo casi anónimo, no se viese tentado a arrastrar toda la
armazón del Estado legal tras el reclamo más o menos teatral de su
libertad, de su iniciativa "ágil" (una palabra que tuvo
fortuna). Como se decía, este conflicto se jugó en un contexto que
fue el económico-social determinado por los colazos de la crisis
mundial de 1929, la caída de los precios, el extremo endeudamiento
de la clase agropecuaria que había disipado en gastos suntuarios (y
nada reinvertido) los provechos de los años de "las vacas
gordas", la contagiosa aprensión de los sectores conservadores
ante la importancia que pudieran adquirir en el futuro del Batllismo
ciertos núcleos (caso de "Avanzar") muy radicalizados. A
todo esto es inevitable agregar aún el creciente favor que el fin de
la tercera década y el principio de la cuarta aportaron a las
ideologías autoritarias y a su crítica de la evidente crisis de las
instituciones demoliberales tradicionales.” (70, 71)
Interpretación batllismo
“Ya se ha hecho referencia al debate del causalismo y la creación
política personal y al juicio que una postura como la de Vanger
puede merecer. También al "protagonismo", el "maniqueísmo"
y el "monopolismo", como hemos rotulado a estas
desorbitaciones de la apologética batllista en el encomio de su
fundador. Ni Batlle, recapitulábase, lo fue todo y algunas figuras
secundarias respecto a él son imprescindibles para entender ciertos
aspectos de su obra, como el caso de Arena y Areco en legislación
civil y del trabajo, el de Acevedo en enseñanza y "fomento",
el de Amézaga y Serrato en aspectos técnicos y en la gestión
industrial del Estado. También, recordábase que ni el Uruguay de
1900 es la noche y el día respecto al de 1910 ó 1920 ni muchos de
los logros importantes del Partido fueron objeto de una resistencia
demasiado dilatada por parte de sus adversarios.”(73)
Sobre los partidos
“Pero mucho más grave que este repertorio de eventualidades es el
impacto destructor que sobre la consistencia de los partidos mismos
todo el sistema ha tenido, mucho más grave el hecho de que la
aparente unidad que en el trance electoral ellos adoptan, recubra una
heterogeneidad a veces anárquica de incontables núcleos. Son grupos
que, transcurridas las elecciones, recobran su tribal autonomía y
pueden no sentir ninguna solidaridad (es lo habitual) con el gobierno
o con la oposición, la menor responsabilidad por constituir (o sólo
respaldar) uno u otra. Alguna vez caracterizamos un partido
tradicional sosteniendo que era una confederación de clanes unidos
por un gran "tótem" y aunque algunas fracciones del
"quincismo" batllista, el "ruralismo" blanco (42)
parecen dotados de mayor unidad que otros, la afirmación es
extensible a todos.”(78)
Sólo es posible obtener cargos electivos a través de los lemas
partidarios.
“Desde la tercera década se hicieron tentativas para subvencionar
a través del presupuesto público la propaganda electoral de los
partidos; recién durante la dictadura de Terra esta ayuda pudo
hacerse efectiva por pequeñas sumas (52) y hoy, al acorde de la
inflación y el desprejuicio, se paga cincuenta veces más por cada
sufragio que aporten en las elecciones las agrupaciones políticas.
(No hace mucho el Ministro del Interior observaba que mientras un
censo de población había costado tres millones, cada consulta
electoral de poco más de un millón de votantes costaba —claro que
con otros gastos además de los referidos— treinta veces más…)
De esa misma época terrista, que insurgiéndose contra cierta
oligarquización de los partidos los dejó más pimpantes y
enhiestos, datan también las primeras sustanciales ventajas a la
prensa, casi toda ella política y partidaria. Dólares baratos, y
después baratísimos, para papel y otros implementos llevaron, en
dos décadas y aun menos, a cuatro o cinco diarios de ser precarios
órganos de opinión a poderosos núcleos económicos. Si bien
sometidos, como es habitual, a todas las invisibles servidumbres del
género, un tránsito muy rápido —debe registrarse para ellos—
desde el siglo XIX y su periodismo romántico a la empresa
capitalista de la sociedad de masas y, en su calidad de tal,
masificadora ella misma.
Más importante todavía es la situación de privilegio social que,
individualmente, cada miembro dirigente de los partidos políticos
—de la clase dirigente política— ha ido consolidando. A través
de medidas legislativas (y aun decisiones administrativas) que tienen
mucho de esotéricas y bastante de clandestinas, sustanciosas
ventajas se fueron alineando. Para medir su entidad, hay que volver,
especialmente, a la concepción fundamental del Estado demoliberal
clásico que buscaba que los titulares de cada poder del Estado
fueran remunerados con la máxima independencia de los otros.
Sustancial garantía de libertad y equilibrio se consideraba lo
anterior aunque, en verdad, lo más alcanzable, concreto y
fundamental era dar al legislativo la facultad de fijarse sus propias
remuneraciones. Pero tal doctrina también (es obvio) suponía decoro
y contención en ese acto de tantos modos sintomático. Contrastar
este esquema y la presente realidad (que René Dumont denunciaba
también hace poco para las repúblicas nuevas del África negra)
hace evidente —sea dicho a modo de digresión— hasta qué punto
cada uno de los rodajes importantes y secundarios del arquetipo
demoliberal se ha deteriorado; hasta qué punto —nótese también
de paso—, éste reclama una invención histórica que salve, en un
cuadro institucional totalmente nuevo, sus verdaderos,
perdurables valores.
Volviendo al asunto, obsérvese que la carrera política en el
Uruguay está dotada de una estabilidad que pocos países pueden
presentar (y por supuesto ninguna de las "nuevas clases"
que esgrime como espantajo cierta propaganda). El riesgo de la no
reelección está salvado entre nosotros por todo un rico repertorio
de cargos a término en los Entes estatales y un sistema de
jubilaciones especialísimo al que algún escandaloso episodio
reciente ha dado notoriedad como si fuera nuevo pero que, en puridad,
ya era bastante increíble antes de él en cuanto a términos de
servicios y edad de retiro. Sabedor de la ventaja de un séquito
intermedio entre los más favorecidos y la masa descalificada, la
transfusión de ventajas ha ido creando sustanciales desniveles
dentro de los mismos cuadros del Estado y es con la desaprensión más
cómoda que algunos sectores más cercanos a los distribuidores de
aquéllas o más nutridos por la tarea recaudadora de fondos han sido
dotados de remuneraciones y ventajas complementarias dos, tres y
hasta cuatro veces mayores (para igual función) que la media
burocrática. Este es el caso de los empleados de casi todos los
institutos jubilatorios, de el de los bancos oficiales y de el de
esos ojos y manos del Régimen que son los funcionarios de la
Cámaras y el Consejo. Por contraste (agréguese) en cierto modo
natural y expresivo, son los empleados de los servicios más
delicados, y en estrictez más "humanos" de la
Administración: tutela de menores y desvalidos, salud pública y
enseñanza los peor retribuidos.” (84-87)
“Pero el poder de todo el aparato partidario no estaría completo
si las funciones secundarias del Estado y las llamadas funciones de
intermediación entre éste y los sectores más débiles de la
colectividad no estuvieran politizadas en un grado tan creciente que
para acceder a cualquier beneficio de un servicio público no hubiera
que recurrir al comisionista partidario. Esto, como en todas partes,
comenzó con la política de empleo estatal y municipal; hoy se ha
extendido al acto de conseguir un servicio mecánico, de gestionar un
permiso; muchas veces se tratará de concesiones menos genéricas,
más sustanciales y privadas.
Sin embargo es el derecho a la efectividad del retiro jubilatorio la
clave de bóveda del sistema de dependencias; su rápida marcha o su
inacabable demora está condicionada al gestor político que es cada
director de cada una de las Cajas, (54) unos lugares donde se han
amasado con sudor, desesperanza y lágrimas algunos de los más
sustanciales electorados del país.” (88)
“ …el Uruguay resulta hoy, una nación cuyo equilibrio, de tono
medioburgués, cuyo conformismo social le hace hostil a toda reforma
de estructuras, especialmente en aquello que ésta represente, de
manera inevitable, una redistribución efectiva del ingreso, lo que
es, sin duda, coherente con el acento conservador del aparato
político que sostiene (y soporta). Pero es también un país que si
se observa a través de la conducta de muchos de sus grupos
económicos y sociales, reclama y actúa como si quisiera (pero la
impresión es engañosa) que esas estructuras no debieran estar un
minuto más vigentes, como si los precarios equilibrios que se han
logrado tuvieran que ser rotos sin más dilación.” (94)
“Con todo, si hubiera que ceñir las debilidades más globales, más
conspicuas, de más efecto a largo plazo, es especialmente a dos a
las que hay que hacer referencia.
La del móvil filosófico cultural podría ser una de ellas,
pues es dable pensar que la filosofía "progresista" de que
el Batllismo se reclamó ha entrado en proceso definitivo de
disgregación y caducidad y que sus ingredientes racionalistas,
individualistas, hedonistas, ético-inmanentistas,
romántico-populistas o han seguido la suerte del compuesto que los
integraba o han entrado —lo que en cierto modo es más seguro— en
nuevas, en muy disímiles y hasta casi siempre irreconocibles
recomposiciones.
Ceguera al contexto podría registrarse por fin; olvido, por
ejemplo, de las restricciones que imponía al desenvolvimiento
industrial la pequeña magnitud de la comunidad y de su mercado,
desprecio a las constricciones a que sujetaría el crecimiento de la
clase media y obrera una estructura agraria del tipo de la uruguaya,
desatención a los fenómenos y desequilibrios de una situación de
marginalidad en un medio cultural tan intensamente europeizado como
ya era el nuestro. La falta de conocimiento de las condiciones
americanas y de la naturaleza y significación del imperialismo que
hizo a Batlle, en 1904, acariciar la idea de la intervención de la
marinería yanki en nuestra guerra civil (64) no es, en cierto
sentido, más que el corolario verosímil de una situación ambigua,
de la residencia en un limbo en el que no éramos ni americanos ni
europeos.” (103, 104)
“(10)
En el presupuesto de 1903, que abre la era batllista ($
20.468.111.oo) los gravámenes aduaneros
ascendían
a $ 10.098.542.oo —el 49%— y la Contribución Inmobiliaria, el
tributo que se buscó aumentar
$
1.846.748.oo — el 9%. En el de 1914, al terminar la segunda
presidencia de Batlle de $ 48.277.763.oo,
los
de Aduana, antes de las restricciones de la guerra, ascendían a $
15.014.338.oo —el 31%— pero la
Contribución Inmobiliaria,
seguía con sus $ 4.804.823.oo representando el 10%. “(29)
“(11)
El 13.5% para el último grado de vinculación y los montos más
altos. En 1914, la que se promulga bajo Batlle sólo duplica la tasa
—el 27%— para la misma situación y lleva tímidamente de un 4% a
un 5% el recargo para los herederos domiciliados en el exterior.”
(30)
“(29)
Batlle propuso que el propietario de la tierra fuera quien fijase el
valor de su predio a los efectos de la Contribución Inmobiliaria con
vistas al derecho correlativo del Estado de comprársela por este
valor más un 20 % (en 1905) y un 40 % (posteriormente). Trató
también con empeño de ajustar el tributo
inmobiliario
a los nuevos valores del agro y, entre 1905 y 1917 proyectó rebajas
que llegaban hasta el 50
%
de la Contribución Inmobiliaria al propietario que dedicara
determinada extensión de su campo a
agricultura
o bosques (en los de hasta 50 hectáreas hasta el 60 % de ellos; en
los de mayor extensión sólo
la
mitad del total gozaría de tal franquicia). Debe agregarse que desde
entonces, explícitamente, la
Contribución
Inmobiliaria se cobró sobre el valor nudo de la tierra,
descartándose las mejoras.” (51, 52)
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