“En 1962, ya fallecido Luis Alberto de Herrera (1959), volvió a triunfar el Partido Nacional en las elecciones nacionales, pero esta vez por un margen considerablemente menor (menos de 25000 votos) cambiando la relación de fuerzas dentro del lema (los grupos más centristas, agrupados en torno de la Unión Blanca Democrática, triunfaron sobre la fracción herrero-ruralista, mucho más radical en su propuesta de liberalización económica)
La conducción económica del nuevo gobierno marcó algunos cambios que atenuaron los alcances de la Reforma Monetaria y Cambiara. Se volvió a establecer un doble mercado cambiario y se moderó la libertad de importación mediante el aumento de los recargos y depósitos previos. La nueva política, que abandonaba inicialmente la ortodoxia fondomonetarisma, tenía como principal objetivo superar la crisis del sector externo y denotaba cambios de importancia en las apoyaturas sociales y políticas del nuevo gobierno. Los ganaderos parecían haber perdido su gran oportunidad para incidir decisivamente en el rumbo de las políticas públicas. Asimismo, el nuevo gobierno dio un renovado impulso a las actividades de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (organismo creado en 1959 para planificar el proyecto de inversiones en el sector público), aunque se mostró remiso a la hora de concretar sus recomendaciones, las que en muchos aspectos configuraban las bases de un modelo de superación de la crisis estructural y el estancamiento. Los sesenta –…- serían años pródigos en propuestas, años que podrían encontrar un buen resumen en las tareas ambiciosas de la CIDE y más tarde del Plan Nacional de Desarrollo aprobado el 10 de febrero de 1966, paradigmas ambos, o cruce de caminos, desde los cuales era posible –recuerda el politólogo Adolfo Garcé- ir hacia la izquierda, hacia el centro o hacia la derecha.
Pero el viraje no tuvo el éxito esperado. Luego de una primera etapa muy breve que arrojó algunos resultados alentadores, se volvió a una situación deficitaria en el sector externo. Problemas serios en la política cambiaria, ambientados por las conductas especulativas de los principales grupos económicos, culminaron –en 1965- en una de las mayores crisis bancarias de la historia del país. La espiral inflacionaria volvió a desatarse, cayó nuevamente el salario real y arreció la conflictividad social. Hacia el final de este segundo gobierno blanco se operó otro cambio dramático en la conducción económica, reorientada a la ortodoxia fondomonetarista. Ese cambio de política no daría réditos económicos ni políticos. Los problemas (inflación, fuga de capitales, endeudamiento, etc.) reaparecieron con fuerza en 1966, lo que seguramente favoreció la derrota nacionalista y la recuperación del gobierno por el Partido Colorado en las elecciones de ese año.
Lo ocurrido durante las dos administraciones blancas resultaba muy significativo desde diversos puntos de vista. Ya hemos anotado hasta qué punto la crisis estructural iniciada a mediados de los cincuenta se había asociado desde el arranque con la quiebra del ‘modelo batllista’. Sin embargo, el sinuoso itinerario de las políticas públicas a partir de 1955 (y en especial luego de 1958), así como una mínima evaluación de sus resultados, alentó la aparición de lo que entonces comenzaría a denominarse ‘el modelo alternativo’. Los programas rupturistas, identificados todos en mayor o menor medida con un amplio programa de liberalización económica, había vuelto a chocar con bloqueos claramente identificados con el período anterior, ahora vigentes bajo un nuevo elenco gobernante: clientelismo, intervención y arbitraje estatal en la articulación de demandas particularistas de actores corporativos, crecimiento del fraccionalismo partidario, consiguiente densificación de la ‘telaraña’ de viejo sistema de mediaciones y compromisos múltiples, entre otros.
El polítólogo Francisco Panizza ha puesto el acento en que el fracaso de las políticas económicas durante los gobiernos blancos adquiere mayor destaque si se cotejan sus objetivos iniciales con los resultados obtenidos: a contramano de los discursos liberalizantes, el gasto público creció y mantuvo su composición interna; la opción inicial por los ganaderos debió ser sustituída por una política más oscilante y ambigua en la relación con los distintos agentes económicos; el Estado volvió a demostrar su consistencia institucional, lo que dificultaba el tono representacional del programa de ‘vuelta al mercado’, etc. Estos fenómenos –insiste Panizza- se asociaban también con la persistencia de una crisis de hegemonía en la sociedad uruguaya: los ganaderos repitieron en la coyuntura muchas de sus debilidades tradicionales en la materia, sin dejar paso a ello a agregados nuevos o particularmente impetuosos. La reestructura económica parcía exigir una reestructura política que terminara con las inercias, con los equilibrios y también con las resistencias y continuidades de la vieja formación política uruguaya. “ (Caetano, G., Rilla, J. Historia Contemporánea del Uruguay. De la Colonia al Siglo XXI. Ed. Fin de Siglo. Uruguay, 2005. pp. 282, 283)